Altea la Vella

    







     Hace años pasé por Altea, pero por aquel entonces ni me fijaba ni profundizaba en los detalles. Perdí una gran oportunidad que, por fin, he vuelto a tener.

Ayer volví a visitar este mágico lugar de la costa alicantina (España). Es junto con Peñíscola, el pueblo de la Comunidad Valenciana que más me ha gustado por el momento.

Actualmente resido en una localidad próxima a la ciudad del Turia, Valencia. Y cada vez que tengo un día libre, intento visitar nuevos lugares de los alrededores, principalmente, como decía, de la Comunidad Valenciana que es donde actualmente me encuentro viviendo. Desde mi lugar de residencia hasta Altea existe algo más de 120 kilómetros. Kilómetros que hice junto con mis dos compañeras de viaje, mi pareja y Vigomi, mi moto. Viajar está bien, pero hacerlo en moto está mucho mejor. La sensación de libertad es mucho más patente y el placer de llegar a un lugar mucho mayor. Está bien, no es tan cómodo como el coche, pero eso mismo lo hace más salvaje, más natural; te hace estar más en contacto con la naturaleza que te rodea. Saboreas y valoras el doble lo que tus ojos ven y los sentidos sienten.

El plan era hacer una pequeña ruta de senderismo por el Cañón de Mascarat. El cañón de Mascarat es una profunda hendidura de varias decenas de metros que separa la imponente Sierra de Bérnia de su estribación más oriental, el Morro de Toix. Entre los términos de Altea y Calpe, el Cañón supuso un quebradero de cabeza para los ingenieros; una barrera infranqueable para las comunicaciones de las Marinas durante generaciones, hasta que a finales del siglo XIX (1885-1889) se levantó un monumental puente que permitió por fin la circulación de coches de caballos.

Decía un artículo en una revista de la época:

«Hasta 1884, los viajeros que tenían que atravesar este sitio, transportados por las diligencias de Alicante á Gandía, contemplaban estremecidos el pavoroso abismo, al cual descendía el pesado vehículo por un estrecho camino en ziszas, que parecía más propio para el tránsito de hatos de cabras que para el de carruajes tirados por ocho caballos. Gracias á la pericia de los mayorales, ordinariamente se salvaba el mal paso sin percances que lamentar, subiendo á la parte opuesta del famoso barranco por otro camino de no mejores condiciones que el de descenso. Y lo más sensible del caso era, que al llegar al fondo del desfiladero, el conductor de la diligencia llamaba la atención de los que la ocupaban sobre dos enormes estribos de robusta sillería que indicaban el emplazamiento de un puente colosal, y luego, alzando el brazo, indicaba allá arriba, en medio del plano vertical de las rocas que limitan el barranco, una, al parecer, boca de mina, á la que correspondía otra enteramente igual en el plano frontero. Aquellas eran las pavorosas entradas de dos túneles, que sólo aguardaban que el puente se elevara hasta ellos para suprimir la solución de continuidad, permitiendo á la nueva carretera atravesar sin obstáculo el Collado del Mascarat. Veinte años ha durado la construcción de esta obra, una de las más notables llevadas á cabo por los ingenieros españoles; y desde 1885, el viandante, después de atravesar el túnel, se asoma estremecido por la contemplación del abismo á la baranda del puente, cuya clave se eleva 59 metros sobre el fondo pedregoso del barranco». Fuente: ``Metidos en Carretera´´.

Es un lugar donde podemos ser conscientes de la fuerza del agua y de la Madre Naturaleza, en su incesante tarea de transformación de la superficie terrestre. Esta maravilla natural desemboca en la cercana playa del mismo nombre, la Playa del Mascarat.

En apenas 4 kilómetros de paseo disfrutamos del entorno como si estuviésemos en un sueño acompañados por el suave repiqueteo de los pájaros durante la dos primeras partes del sendero, y por el suave susurrar de las olas durante el último tramo y, siempre, el cálido sol que nos transmitía una grata temperatura a pesar de estar en pleno mes de enero.

Una vez habiéndonos deleitado con tan particular paseo, volvimos a nuestra montura, Vigomi, para visitar el centro histórico de Altea situado a escasos kilómetros de aquel lugar.

El casco histórico se encarama sobre un cerro en cuya cúspide sobresale la emblemática Iglesia de Nuestra Señora del Consuelo, rodeada de tradicionales casas blancas y, cómo no, de numerosos talleres de todo tipo de artistas.

El origen etimológico de Altea se remonta, al menos, a la época de dominación islámica (siglos VIII-XIII), cuando se estableció un asentamiento denominado Altāya en el lugar hoy conocido como Altea la Vella (o el Poblet).

Sin embargo, algunas fuentes afirman que tal denominación podría haber sido la que otorgaron los griegos al río Algar, la cual habría sido adoptada posteriormente por los romanos y, más tarde, por los musulmanes.

Frente a las dos hipótesis parece cobrar fuerza la primera, ya que la presencia griega en estas costas fue muy escasa y se limitó al comercio con los fenicios y los iberos; históricamente se especuló con que en Dénia o Jávea pudo haber un asentamiento griego, aunque la falta de evidencias descartó esta posibilidad entre la comunidad investigadora.

Tras la Conquista cristiana, en el siglo XIII, Altāya pasó a denominarse Altea, aunque siguió bajo control musulmán durante algunos años debido a concesiones de vasallaje con el rey Jaime I y a alguna que otra rebelión capitaneada por el incansable al-Azraq.

Por entonces, Bellaguarda —el barrio más antiguo de la actual Altea— acababa de ser erigida por los cristianos y contaba con un baluarte defensivo, de cuyo conjunto formaba parte la torre homónima.

Los decretos de conversión de los musulmanes al cristianismo y, más tarde, de expulsión definitiva de los moriscos provocaron un significativo despoblamiento, cuyo resultado fue el completo abandono de la Altea primigenia (la antigua Altāya; hoy, Altea la Vella).

Paralelamente, en torno a Bellaguarda se había ido creando un pequeño caserío arropado por la protección del baluarte y, ya en los albores del siglo XVII, se concedió Carta Puebla para ocupar el nuevo y actual emplazamiento de Altea, en la colina contigua a Bellaguarda.

Tras evadirnos al pasado y tomar un café en la plaza de la iglesia, en lo más alto del pueblo, con unas vistas envidiables, volvimos a tomar rumbo a Valencia.

Fue un día intenso y bien aprovechado. ¡Hasta la próxima!

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